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Colombia cumple 50 años del voto a los 18: así se consolidó el derecho ciudadano en las urnas

Desde entonces, millones de jóvenes han ingresado al censo electoral antes de cumplir los 20, transformando campañas, partidos y la forma en que el país entiende la ciudadanía.

Preparación de urnas para puestos de votación en Bogotá
Por Agencia Periodismo Investigativo | Mié, 10/12/2025 - 07:40 Créditos: Preparación de urnas para puestos de votación en Bogotá. Tomada de Secretaría de Gobierno de Bogotá

La escena podría ser cualquiera de las mesas de votación instaladas en Colombia en 2025: una fila de jóvenes con el celular en la mano y la cédula en el bolsillo, que se turnan para entrar al cubículo, marcar el tarjetón y luego depositarlo en la urna.

Muchos de ellos aún están en la universidad, otros acaban de entrar al mercado laboral. Todos comparten un punto en común: el derecho a votar desde los 18 años, una posibilidad que no existía para sus abuelos y que apenas hoy cumple medio siglo de vigencia en el ordenamiento jurídico colombiano.

Ese cambio se concretó con el Acto Legislativo 1 de 1975, que modificó el artículo 14 de la Constitución de 1886 para establecer que “son ciudadanos los colombianos mayores de 18 años”, ligando la adquisición de la ciudadanía —y, con ella, el derecho al sufragio— a esa edad mínima.

Hasta entonces, la regla general era que solo a los 21 años se adquiría formalmente la ciudadanía electoral. La reforma fue impulsada en el gobierno de Alfonso López Michelsen como una actualización del sistema político frente a una sociedad urbana más escolarizada y a una juventud que había empezado a reclamar espacios de participación a la salida del Frente Nacional.

Para dimensionar lo que significó esa decisión, hay que retroceder casi siglo y medio. La historia electoral colombiana comenzó marcada por la exclusión. En el siglo XIX, el voto estaba reservado a una franja muy limitada de la población: hombres, en su mayoría blancos o mestizos propietarios, mayores de 21 años, casados y con determinados niveles de renta o alfabetización.

La noción de ciudadanía estaba asociada a la propiedad y al pago de impuestos, de modo que la mayoría de campesinos, artesanos, jornaleros y, por supuesto, las mujeres, quedaban fuera de la toma de decisiones colectivas.

Durante buena parte del siglo XX, el derecho al voto fue ampliándose a nuevos sectores, pero seguía ligado a la edad de 21 años y a la figura del “ciudadano varón”.

Solo en 1954, a través del Acto Legislativo 3 de ese año, la Asamblea Nacional Constituyente reconoció el derecho al sufragio de las mujeres, conquista impulsada por lideresas como Esmeralda Arboleda y Josefina Valencia y por un movimiento sufragista que venía organizándose desde las décadas de 1930 y 1940.

Puestos de votación en Boyacá. Tomada de Gobernación de Boyacá

 

Sin embargo, ese derecho solo se ejercería efectivamente en las urnas tres años más tarde, el 1.º de diciembre de 1957, cuando 1,8 millones de colombianas votaron por primera vez en el plebiscito que avaló el Frente Nacional.

Es decir, cuando las mujeres ingresaron al censo electoral, lo hicieron en igualdad de edad con los hombres: se consideraba ciudadano, y por tanto votante, a toda persona mayor de 21 años.

Esa era la regla que regiría hasta la mitad de los años setenta, en un país que ya había dejado atrás la hegemonía liberal y la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, y que se movía dentro de la lógica bipartidista pactada por liberales y conservadores.

En 1975, el contexto demográfico y político presionaba por un ajuste. Colombia había experimentado un fuerte proceso de urbanización, el sistema educativo se expandía y una nueva generación de jóvenes, nacidos después de la violencia de mediados de siglo, reclamaba voz propia.

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Al mismo tiempo, en el mundo occidental se consolidaba la idea de que la mayoría de edad debía situarse en los 18 años: un estándar que se había extendido en Europa y América tras la Segunda Guerra Mundial.

La respuesta institucional fue el Acto Legislativo 1 de 1975, aprobado el 18 de diciembre de ese año. La reforma no solo redujo la edad de ciudadanía de 21 a 18 años, sino que retocó otras disposiciones de la Constitución de 1886, cerrando un ciclo de cambios electorales que venían desde la ampliación del sufragio a las mujeres.

Documentos de la época y análisis posteriores señalan que, desde entonces, cualquier colombiano mayor de 18 años, hombre o mujer, adquirió la condición de ciudadano y quedó habilitado para votar y ser elegido, con los requisitos adicionales que fijara la ley para cada cargo.

La reforma tuvo efectos inmediatos sobre el censo electoral. De un día para otro, se incorporó una franja de jóvenes entre los 18 y los 21 años que antes no aparecían en las listas.

Estudios académicos y balances de la Registraduría muestran que, a finales de los años setenta, el número de ciudadanos habilitados para votar superaba ya los 10 millones, en un país cuya población rondaba los 25 millones de habitantes.

Esa ampliación abrió un nuevo campo de disputa para los partidos tradicionales, que debieron adaptar su discurso a un electorado juvenil más diverso, con demandas urbanas, educativas y laborales que no se ajustaban a las viejas lealtades familiares al partido liberal o conservador.

Detrás de la cifra hay historias concretas. Para quienes hoy tienen más de 60 años, la reforma significó poder votar por primera vez antes de terminar la universidad, participar en elecciones locales o nacionales siendo aún estudiantes o aprendices, y ver cómo el país discutía, en las urnas, temas como la apertura económica, la descentralización y los primeros procesos de paz contemporáneos.

Muchos de ellos estrenaron su cédula en las presidenciales de 1978 o 1982; otros lo hicieron en comicios municipales donde empezaban a figurar candidaturas alternativas en ciudades intermedias.

La Constitución de 1991 recogería y profundizaría ese camino. Sin modificar la edad mínima para votar, el nuevo texto elevó el voto a la categoría de derecho y deber ciudadano en su artículo 258, y lo enmarcó dentro de una democracia participativa que reconoció mecanismos como el plebiscito, el referendo, la consulta popular, la iniciativa legislativa ciudadana y la revocatoria del mandato.

Esa arquitectura amplió el sentido de lo que significa ser ciudadano mayor de 18 años: ya no se trataba solo de elegir a representantes cada cuatro años, sino de tener herramientas para incidir de manera directa en decisiones nacionales y locales.

La reducción de la edad de ciudadanía a 18 años también abrió el debate sobre quiénes quedaban todavía por fuera de la toma de decisiones.

Desde comienzos del siglo XXI, varias iniciativas legislativas han planteado bajar la edad de voto a 16 años, argumentando que los jóvenes de esa franja ya trabajan, pagan impuestos indirectos, están escolarizados y tienen suficiente criterio político.

Esas propuestas no han prosperado, pero reflejan la misma tensión que atravesó la discusión de 1975: ¿cuál es el umbral adecuado de madurez para ejercer el sufragio en una sociedad compleja?

Al lado de la edad, otras exclusiones formales se han ido revisando. Los miembros de la Fuerza Pública, que históricamente tenían restringido el derecho al voto, han estado en el centro de recientes proyectos de acto legislativo que buscan habilitar su participación electoral bajo ciertas condiciones.

Y aunque la ciudadanía se adquiere jurídicamente a los 18 años, el ordenamiento colombiano distingue categorías como “jóvenes” entre los 14 y los 28 años, a quienes se dirige una política pública específica en materia de participación.

A medio siglo de la reforma de 1975, la pregunta ya no es si los mayores de 18 años pueden o no votar —eso está jurídicamente resuelto—, sino cómo participan y qué tanto sentido de pertenencia tienen con respecto a las instituciones.

Urna de votación. Tomada de Registraduría Nacional

 

Las cifras de abstención electoral muestran que, a pesar de la ampliación formal del censo, una parte significativa de los ciudadanos no acude a las urnas o lo hace de manera intermitente.

Informes de observatorios electorales y organizaciones de la sociedad civil apuntan a factores como la desconfianza en los partidos, la percepción de corrupción, la violencia en territorios periféricos y la falta de pedagogía cívica en colegios y universidades.

Sin embargo, también hay signos de una ciudadanía joven más activa en otros frentes. Las movilizaciones estudiantiles de 2011 contra la reforma a la Ley 30, el papel de los universitarios en la campaña por el “Sí” en el plebiscito por la paz de 2016, y las protestas masivas de 2019 y 2021, mostraron que buena parte de las agendas que terminan en el Congreso o en la Corte Constitucional tienen su origen en colectivos juveniles.

Esa energía social no siempre se traduce en participación electoral constante, pero sí ha obligado a los partidos a renovar listas, abrir espacio a candidaturas jóvenes y a incorporar temas como el medioambiente, los derechos de las mujeres, la diversidad sexual o la digitalización del Estado.

La fecha del medio siglo también invita a revisar la dimensión simbólica del voto. La cédula que reciben los jóvenes a los 18 años no solo es un documento de identidad, sino el reconocimiento legal de que pueden decidir quién gobierna, con las mismas reglas que cualquiera.

Esa igualdad formal coexiste con profundas desigualdades reales: el peso del voto de un joven en una zona rural con presencia de grupos armados, vías precarias y baja conectividad difícilmente se equipara, en términos de condiciones materiales, al voto de un ciudadano urbano con acceso a información, garantías de seguridad y oferta variada de candidatos.

La discusión sobre el futuro del voto a los 18 años pasa por ahí: no se trata de mover otra vez el número en la Constitución, sino de asegurar que el derecho se ejerza en condiciones de libertad, seguridad e información suficiente.

La jurisprudencia constitucional ha insistido en que el sufragio debe ser libre, secreto e informado, y que el Estado tiene la obligación de protegerlo frente a prácticas como la compra de votos, la coacción o la manipulación mediática.

En este aniversario, las historias de quienes estrenaron su ciudadanía en los años setenta se cruzan con las de quienes en 2025 votan por primera vez.

Los primeros recuerdan papeletas de papel grueso, conteos manuales y propaganda en radio y prensa escrita; los segundos marcan tarjetones más complejos, siguen debates en redes sociales, se informan por plataformas digitales y reclaman mayor transparencia en la financiación de campañas.

En ambos casos, el gesto esencial es el mismo: trazar una marca sobre el nombre de un candidato, un partido o una opción, y confiar en que ese acto individual, multiplicado por millones, tenga efectos sobre la ruta del país.

Cincuenta años después de la reforma de 1975, el derecho al voto a los 18 años sigue siendo uno de los pilares silenciosos de la democracia colombiana.

No ocupa titulares constantes, pero cada elección recuerda que, sin esa ampliación histórica, una franja decisiva de la población seguiría esperando tres años más para tener voz en las urnas.

La democracia, con todas sus falencias, sería aún más estrecha. El desafío ahora es que ese derecho, conquistado en medio de debates políticos de otra época, se haga real para las generaciones que hoy heredan un país más plural, pero también más exigente con sus instituciones.

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